Érase una vez un mundo
Érase una vez un mundo lleno de personas buenas que se escuchaban unos a otros, que reían y se amaban. En ese mundo no había miedos, ni inseguridad. El amor reinaba en todo el planeta.
Los habitantes de ese mundo lo tenían todo a su alcance y al ayudarse unos a otros no hacía falta ni compañías de seguros ni títulos de propiedad, ni se premiaba la avaricia y el consumir por consumir.
Los más ancianos del lugar aconsejaban a los más jóvenes.
Todo el mundo vivía feliz, nadie era más que nadie porque todos se consideraban iguales, no necesitaban compararse unos con otros.
El respeto era el gran pensamiento. Cuando alguien tenía una gran idea o hacía un descubrimiento lo ponía al servicio de la comunidad para que todos pudiesen sacar provecho de ello.
No querían acaparar, consumían lo que necesitaban, sin más.
Ese mundo era muy, muy, evolucionado… tanto, que se desmaterializó y se convirtieron en luz.
Esa luz viaja por el espacio iluminando las zonas más oscuras del universo y también respetando el libre albedrío y el proceso de evolución de cada criatura.
Es lo que tienen los seres más evolucionados en el amor incondicional, saben que el exceso de luz puede deslumbrar y van poco a poco dando a conocer las bondades de vivir alejados de la oscuridad, amando, dejando ser, estando, soportando toda situación con respeto, con gratitud.
Esa luz no siempre se ve fuera de uno, a veces se siente en nuestro interior e ilumina la parte más oscura de nuestra alma… siempre para nuestro bien.
Cuanta más luz, más brillan los ojos… no tengas miedo de mirar a los ojos de tus conciudadanos… puede que hagan brillar nuestro interior.
Feliz semana.