Noa y los trenes
Relato breve escrito por Desam. Ferrández
De pie, delante del reloj esperando que la dichosa manecilla del minutero llegue a la hora en la que puedo salir, ¿cómo puede un reloj andar tan despacio? Si tuviera la misma desazón que yo, se daría más prisa.
Estoy deseosa de que sea la hora en la que puedo escabullirme de casa porque otra vez, y para variar, estoy castigada. Mi madre me castiga en la habitación sin salir, obligándome a hacer la siesta.
Me ahogo en esta pequeña habitación llena de muñecas que hace tiempo que no uso, ¿cuándo se darán cuenta de que he crecido?
Quiero salir e irme a la estación a ver pasar los trenes, solo tengo una cosa en la cabeza: llegar a tiempo de ver el Ave, extra largo, que va Sevilla.
Me conozco todos los trenes que pasan por las vías de este aburrido pueblo, sé las paradas que van a hacer y hasta los horarios.
Algún día seré yo quien viaje dentro o mejor aún, la que los conduzca.
¡Por fin el minutero se ha movido! Ya puedo salir por la ventana. En este momento tengo una sensación emocionante en la barriga y sé que no es hambre, si corro llego tres minutos antes de que pase el Ave, pasará tan deprisa que no me dará tiempo a contar los vagones, aunque en realidad no me hace falta porque sé que lleva 12 vagones y 2 máquinas, el trayecto de Madrid a Sevilla lo recorre en dos horas y media, con una velocidad máxima de trescientos kilómetros la hora. Leo todas las revistas y artículos que caen en mi mano para estar siempre actualizada, sobre todo me interesan las maquinas nuevas y sus diseños cada vez más aerodinámicos para que puedan alcanzar más velocidad.
Es la hora, veo aparecer la cabeza del tren y mi cuerpo se eriza, pasa tan cerca que despeina mis coletas.
-¡Noa, retirate! Grita el jefe de estación al ver a la joven tan cerca del tren.
-No pasa nada, Gus.
-Pero puede pasar, te puede arrastrar con su aire, ¡vete a tu casa!
-Vale, Gus.
Noa hace caso omiso de la recomendación y se va dirección a casa, pero sin abandonar las vías, para quedarse en otro lugar donde ver pasar los trenes y estar oculta de la mirada de Gus.
Se repite la cantinela de todos los días, su madre, Gus… «¿por qué no me dejan tranquila?» Piensa la joven indignada.
Sus amigas todavía están jugando a cocinitas y a la cuerda, mientras ella se va a la biblioteca a husmear sobre trenes en el ordenador, ya que los pocos libros que hay en el estante son viejos y se los sabe de memoria, el Google es magnífico pues le da todos los detalles que busca, junto a fotos y videos con los que se queda con la boca abierta.
Lleva una libreta donde apunta los recorridos más lejanos y a los que está segura que irá:
El Rovos Rail pasea por Sudáfrica, Zimbabue, Namibia y Tanzania.
El Rocky Mountaineer recorre Norteamérica y existen rutas que se adentran por las Montañas Rocosas.
El Expreso de oriente o el Maharajas´Expres que va de Delhi a Bombay.
El Transiberiano que va de Moscu a Vladivostok.
Llega otro tren con parada en esta estación, aunque este no la emociona del mismo modo, se fija en cada detalle, en el maquinista, en las ventanillas, como de a poco va ganando cada vez más velocidad. Otra cosa que le gusta es observar a los viajeros, los que llegan y los que se van, mira sus maletas en busca de etiquetas de otros países, para imaginarse viajes emocionantes, parecidos a los que ve en el ordenador.
Empieza a anochecer, el sol se oculta y la luz ensombrece la estación, a esta hora está segura que salen los muertos, todos los que se han tirado al tren para quitarse la vida. Ha leído que miran a los ojos del maquinista antes de arrojarse entre las ruedas, también ha leído que hay maquinistas que han de abandonar su trabajo por el estrés que le resulta arrollar a una persona, o varias. Nunca ha presenciado ninguno y eso que pasa mucho tiempo en la única estación del pequeño lugar, lo que si ha visto es algún alma saludarla a través de la ventanilla del tren como si siguiera viajando en el mismo tren que le quitó la vida. Noa siempre saluda a los muertos, a veces ella misma ha pensado en tirarse al tren para viajar eternamente, lo que se lo impide es que cree que no pueden cambiar de tren y recorrer todos los días el mismo trayecto le resulta aburrido.
Empieza a tener hambre y decide regresar a casa para cenar, una suave voz le pregunta si la puede acompañar, «claro», responde.
Los dos se alejan de las vías contándose lo que han hecho durante el día, llevan una conversación animada hasta que llegan a casa.
-¿Entras conmigo?
-No, otro día.
Se despiden con un largo abrazo.
-Noa, ¿se puede saber donde te has metido toda la tarde? ¿No me dirás que vienes de la estación?, ¡sabes que lo tienes prohibido!.
-No, mamá, vengo de dar un paseo.
-La postura con la que te he pillado en el porche es como si estuvieras abrazando a alguien. No me vengas con el cuento de siempre.
-No, mamá, me estaba abrazando a mí.
-Noa, ¡por favor, deja de ir a la estación y volver con tu padre!, sabes que es imaginación tuya, hace años que murió y no volverá.
-Ya lo sé, mamá, voy a cenar…
Al día siguiente, Noa está de pie delante del reloj esperando que la dichosa manecilla del minutero dé la hora para poder salir…