Recorriendo los pasos de mi infancia
Crónica de Jose María Escudero Ramos. Madrid, 23 de agosto de 2023
Quizá sea añoranza, quizá sea que estoy envejeciendo antes de lo que jamás pude imaginar pero cuando pasé por allí, analicé el tiempo y la distancia como algo tan corto y efímero, las distancias no son las mismas, los minutos no van a la misma velocidad, los volúmenes son distintos…
Cuando uno es joven ve la vejez como algo lejano. Cuando mi hija nació, cambiaron en mí muchas percepciones, el tiempo, las noches son para dormir… hasta la próxima toma; los espacios encierran muchos peligros, los ángulos de las mesas, los enchufes…
La primera y más importante percepción que en mí cambió fue el sentido de la gratitud. La gratitud hacia mi madre, hacia mi padre. Todo sacrificio, todas esas noches sin dormir, toda esa atención… nunca será suficientemente grande, ni profunda, la palabra Gracias. El amor, el amor recibido que ahora puedo dar, el verdadero amor incondicional. La amo, no espero nada de María y cuando me sonríe, lo recibo todo. Igual que mi padre sentía por mí. Igual que mi madre siente por mí. Ahora, una vez divorciado, siento gratitud hacia la madre de María, por darme la oportunidad de ser padre en la versión que mejor sé, como lo hicieron conmigo mi padre y lo sigue haciendo mi madre. ¡Qué difícil es! Aprendo cada día, aprendemos, nos enseñamos con cada experiencia de vida.
Teniendo María nueve años tuve oportunidad de ir con ella a la urbanización en la que pasé esos días de la infancia en los que hacías volar tus sueños, a la vez que media casa. Allí viví desde los 6 hasta los 9 años.
Cuando regresé, no sé si para mostrar, o recordarme, el paraíso en el que pasé mis años mágicos de la infancia, cruzando largas y exuberantes verdes praderas, rodeado de bosques llenos de misterio, percibí que ya no eran tan largas ni exuberantes las praderas por donde corríamos para hacer volar la cometa los días de viento; ni siquiera existía el misterioso bosque que escondía el árbol que sostenía entre sus ramas nuestra caseta secreta; en su lugar ahora hay un club de tenis. ¿Dónde han quedado las latas oxidadas con las que fabricamos nuestro bazuca con el que mandamos una pelota hasta más allá de la estratosfera? ¿Estarán bajo los cimientos del edificio principal? ¿Habrán enterrado un baúl del tiempo para que los habitantes del futuro vean como vivíamos los niños de los años 70 del pasado siglo?
Tras el shock inicial, comencé a verbalizar mis recuerdos: “Hasta el segundo piso mandamos el GeyperMan al que atamos a una bengala para que pudiese volar, casi quemamos el toldo del balcón”. Nuestras madres, las de los gamberros amigos que formábamos el Club de los descarriados, nos amenazaron con no volver a salir en tres años, pero a la tarde siguiente ya estábamos todos juntos de nuevo en la piscina pensando en la siguiente aventura. A esa edad no se traman maldades, lo que teníamos era sed de aventuras y ganas de aprender a base de experiencias.
La mañana en que retorné a mi feliz infancia, recorrí toda la urbanización en 10 minutos, cuando hace más de cuarenta años tardaba horas, claro que entonces te entretenías en cualquier cosa, hasta buscando un trébol de cuatro hojas. Ahora se tiene poco tiempo disponible como para perderlo de cuclillas buscando algo imposible… imposible no, porque un día encontré uno. Lo guardé entre las hojas de un libro cuyo título no recuerdo, espero que el que lo haya encontrado se haya sentido tan afortunado como yo ese día.
María y yo terminamos el paseo visitando la tienda de ultramarinos que cada 28 de diciembre era presa de las “bromas” de los santos niños… Ellos lo consideraban gamberradas pero las bombas fétidas que vendían en el kiosco eran artículos de broma, no de gamberradas. El mundo de los adultos siempre ha sido muy incoherente. Preguntamos si se acordaban de nosotros, el hermano mayor de la familia, ya jubilado, se acuerda… éramos niños, les pedí disculpas por todas las trastadas que hicimos… La mujer sonrió… A lo mejor ella era la que asomaba tímidamente la cabeza desde el despacho de dirección cuando íbamos a por chuches toda la pandilla… ojalá recordase su nombre. Cuando me cruzaba con ella por los pasillos de la tienda, los dos nos sonrojábamos, posiblemente yo iba de niño bueno agarrado a la mano de mi madre o persiguiendo a mis hermanos mayores que iban más deprisa que yo, siempre con ganas de acabar los recados para seguir jugando esa partida de indios y vaqueros que todavía, hoy, nos queda por finalizar.
Todo esto me hizo sentir el regreso a la edad de la inocencia, el día que decidí mostrar a mi hija las sendas que he recorrido para llegar hasta aquí.
Quizá sea añoranza, quizá sea que estoy envejeciendo antes de lo que jamás pude imaginar pero ahora me gusta mirar atrás y observar todo el camino recorrido, aunque la panorámica de mi vida es más amplia en la perspectiva del tiempo pasado que la del futuro, son las huellas que dejo los recuerdos que me llevo. Y los recuerdos que dejo en María son los que me mantendrán vivo una vez termine de hacer distancias en este espacio tiempo que relativiza todo excepto el amor que siento por ella.
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