Dar de comer al hambriento
Madrid, 19 de octubre de 2024
Hay veces que voy pensando en mis cosas y no me doy cuenta de lo que pasa a mi alrededor. Hace unos días tuve un encuentro hasta cierto punto… agradable. Un hombre mayor, un sin techo, miraba con detenimiento a un grupo de colegiales adolescentes. No eran de aquí pero a la hora de la verdad… ¿Qué importa eso?
Enseguida recordé mis andanzas por esa parte bulliciosa del Buen Retiro. Simplemente miraba al hombre y recordaba con exactitud los pasos a seguir. Me senté cerca en un banco de madera, miraba a los infantes y, con detenida paciencia, me convencí y me quedé hasta el final.
Poco a poco una de las papeleras se iba llenando de las bolsas que los chicos dejaban en ella. El hombre sonreía y se frotaba suavemente con la mano derecha la tripa. Me di cuenta a tiempo de su fallo, así que me puse manos a la obra; mi deber era ante todo ayudar a ese hombre.
Recorrí con la vista lentamente el horizonte. No muy lejos, había otro grupo de adolescentes los cuales parecían recoger todas sus pertenencias para irse. Me acerqué despacio pero sin pausa. Vi cómo uno de los chicos recogía una bolsa blanca y la llevaba a una de las papeleras. La bolsa pesaba lo suyo. Seguí acercándome y esperé a que comenzasen a marcharse.
Sin pérdida de tiempo me dediqué a otear el panorama. El viejo seguía en el banquito sentado y yo seguía viendo cómo uno tras otro, los chavales tiraban sus respectivas bolsas a su sitio. Pero las malas noticias para el viejo eran que esas bolsas estaban vacías, sin nada aprovechable. Pero todo llega y los alborotadores del parque se marchaban. Me acerqué con delicadeza hasta la papelera y me encontré bolsas con bocatas y algún sándwich que otro, zumos y agua mineral. Cogí las mejores porciones que pude y me marché de allí en dirección a donde estaba el hombre. Estaba entretenido abriendo bolsa tras bolsa mientras, desesperado, comprobaba que no se iba a llevar nada a la boca. Sin molestar, me senté en el banco aquel donde alguna propiedad esperaba el regreso de su amo. Comencé a sacar las bolsas y los bocadillos, lo coloqué en el banquito, todo bien puesto. Se acercó y los ojos echaban fuego. No sé lo creía, el pobre.
– Venga, señor, antes de que se lo coman las palomas.
– Eso sí que… ¡no!, está prohibido darle comida a las palomas.
Animé al hombre quien pronto saciaba su apetito.
– ¿Y usted no va a comer?.
– Con ésta manzana tengo hasta la noche, le respondí.
Al rato me observaba con atención y…
– Bien. Como veo que usted no es de mucho hablar, no le molestaré y seguiré llenando la barriga, que falta me hace.
En un papel dejé apuntado la dirección de varios comedores sociales, al menos los que yo creo más recomendables.
Se quedó muy apenado por mi marcha, seguro que se preguntaba quién era yo para hacer tantas faenas. Sonriendo me alejé del sitio con un cariñoso… ¡Hasta la vista!.
Mientras tanto por mi cabeza rodaban todas aquellas mañanas de verdadero juego en el Retiro donde la picardía es un lujo para llenar el estómago. ¡Que banquetes me llegué a dar!. Pero eso… ¡no os lo voy a contar!
José Manuel Garrido, entrañable colaborador que estuvo viviendo en la calle durante algunos años.