cuentoJose Mª Escudero Ramos

Marian y yo, otra vida

REGRESIÓN POR JOSE ESCUDERO RAMOS. MADRID, 27 DE NOVIEMBRE DE 2018

Conocí a Marian cuando éramos niños. Me encantaba ir a jugar a su casa. Nuestros padres trabajaban juntos y éramos vecinos. Crecimos juntos. Yo estaba enamorado de ella. Loco de amor.

Fuimos creciendo en una Alemania muy sufrida. La situación no era buena. Cuando llegó ese hombre al poder hubo muchos cambios. El que más me dolió fue el que ella se fuese del barrio, la dejé de ver durante un tiempo. Luego me alisté en el ejército, era un buen patriota. No entendía muy bien por qué, de pronto, todos los judíos habían desaparecido de la ciudad. Pensaba mucho en Marian, mi amor seguía creciendo a pesar de no verla más, quizás por eso mismo.

Un buen día me destinaron a un campo de prisioneros. Nos dijeron que esas personas eran un peligro para la nación y para la raza. No entendía nada pero tenía que obedecer las órdenes. Tenía que ser un buen patriota.

Veía pasar a muchas personas, muchas familias eran separadas. No entendía nada. Un día la vi, vi a ella, a mi amor. Mi corazón comenzó a palpitar muy fuerte. Pasó frente a mí con la mirada perdida. Fui hacía ella. Me reconoció pero apartó la mirada.

Me fijé hacía donde la dirigieron. Mi corazón estaba muy herido y no por ella, por mi nación. Cada vez entendía menos.

Me las ingenié como pude para ir a su encuentro. Marian me confesó su amor tras llorar desesperadamente por su familia, por mí…no entendía que hacía aquí…yo tampoco, pero ya no podía huir.

Mantuvimos una hermosa relación el tiempo que pudimos. Una tarde me dio una sorpresa, fue la última vez que la vi sonreír. Hicimos el amor en esa parte del campo de concentración donde habíamos creado nuestro nido de amor. “Estoy embarazada” me dijo antes de que entrase esa horrible mujer, en verdad era tan guapa como cruel, cuerpo de diosa y alma de demonio, estaba enamorada de mí y me persiguió hasta descubrirnos juntos, a Marian, mi gran amor, y a mí, desnudos, abrazados. Esa mujer escuchó que Marian estaba embarazada y no tuvo piedad. Nos arrancó a golpes de ese abrazo imperecedero, nos separó físicamente pero unió nuestras energías más allá del tiempo y del espacio.

A las judías embarazadas las mataban enseguida, sin piedad, para que no perpetuasen la especie. Lloré, grité, mientras la vi marchar…impotente no pude hacer nada más que jurar que iba a dar mi vida por salvar a tantas personas como pudiese para hacer un mundo más justo. Juré que daría todas mis vidas por ayudar, por hacer que todo este mal fuese compensado…Y así acabé mis días en esa vida: ayudando a otras personas a alcanza la libertad.

Así es como lo he sentido hoy en una regresión, así es como he sentido lo que un abrazo ha vuelto a confirmar: el sentido de mi vida…y de mi amor.

Gracias, Marian, gracias, hija. Gracias, vida.

 

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